Con el inicio de la pandemia en 2020 surgió un interrogante que inspiró a su paso la adopción de medidas de toda índole desde los gobiernos. Salud o economía era el dilema. Rápidamente, con poca información y más por intuición y temor, los primeros países decretaron cierres estrictos y suspensión de actividades, mientras otros le apostaban al control sostenido de la epidemia y a la poco conocida, hasta ese momento, inmunidad de rebaño.
Más de dos años han transcurrido, y con muchas lecciones y medidas que acertaron y otras que por sus cifras no son capaces de defenderse, queda claro que salud y economía son indispensables para el desarrollo de los países y el bienestar de sus habitantes, y no pueden, por lo menos de manera sostenible, aproximarse desde los opuestos. Planteaba el profesor Angus Deaton1 hace unos años una tesis que cobra todo el sentido en este mundo pospandemia que vivimos hoy. La salud como base del desarrollo económico, la salud como el gran poder transformador que incrementa el bienestar, y con ello, la productividad y el crecimiento de los países.
De ahí la importancia de renombrar el “gasto en salud” como “inversión en salud”. Esta, que puede parecer una cuestión semántica, es poderosa y capaz de transformar la visión de los sistemas de salud y las políticas que la inspiran, y le da a la agenda de salud un lugar esencial en las conversaciones sobre desarrollo económico y social.
Los buenos sistemas de salud son producto de una construcción social sostenida y consistente y exigen visión de largo plazo. Por supuesto, requieren esfuerzos fiscales importantes y están sometidos a la presión por aumento de carga de enfermedad, cambio tecnológico, envejecimiento poblacional y, recientemente, a los ya visibles efectos del cambio climático. Si un Estado quiere garantizar a toda su población el acceso oportuno y de calidad a la atención en salud tendrá que ir adaptándose de manera constante a las nuevas exigencias e ir planteando de manera proactiva, casi que predictiva, los modelos de aseguramiento y protección financiera que soporten un sistema sostenible.
Los colombianos debemos reconocer los inmensos logros que ha alcanzado nuestro sistema de salud en los últimos 30 años. Alcanzar la cobertura universal con un plan de beneficios en salud que lo incluye todo, o casi todo, con una prima anual que no supera los 270 dólares al año, y basado en un sistema solidario de contribuciones, que da acceso a servicios de salud a toda la población, sin importar su capacidad de pago, es un ejemplo de esa construcción social sostenida, que debe protegerse y fortalecerse. Este debería ser el sueño de toda sociedad.
Caso especial merece la atención de la pandemia. Con el gasto de bolsillo más bajo de la región y una inversión extraordinaria de recursos, el sistema de salud garantizó el aseguramiento, amplió la oferta disponible y la infraestructura y adelantó un programa de vacunación que ha demostrado sus virtudes. Países con sistemas de salud avanzados y muchos más recursos no pueden mostrar los mismos resultados.
Los retos no son menores. La agenda del sector es enorme. Es cierto que hay asimetrías, que falta oportunidad, que hay fallas en acceso y calidad, por no hablar de los retos en fortalecimiento institucional, transparencia y transformación digital, entre muchas otros. Todo esto es parte de la tarea cotidiana de muchos actores que conforman este ecosistema, y de ahí la importancia de avanzar sobre lo construido y contar con políticas públicas que lo fortalezcan y afiancen. Desde la ANDI, donde representamos a estos actores, incluyendo aseguradores, prestadores y proveedores de tecnologías en salud, le apostamos a la visión integral del sistema, a la recuperación de la confianza y a la construcción de una agenda público-privada que nos permita alcanzar un sistema de salud de clase mundial, que genere crecimiento y desarrollo para el país, contribuyendo al bienestar de todos los colombianos.