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julio 1 de 2021
Cuando Colombia hacía vacunas

La crisis económica de finales de los noventa acabó con la producción de vacunas que el país había conseguido a lo largo del siglo XX. La pandemia ha dejado en evidencia los riesgos asociados a la dependencia tecnológica y convierte la recuperación de esas capacidades en un imperativo de los años venideros.

No es por alarde  patriotero;  es  porque los hechos fueron así. Ahí va: Colombia tuvo un significativo protagonismo  en  la  primera  campaña de vacunación mundial, fue un país fundamental para el desarrollo de la vacuna contra la fiebre amarilla y no solo produjo vacunas contra diversas enfermedades, sino que fue un exportador.

El primer dato no es para inflar el pecho. En 1802, Bogotá padecía una epidemia de viruela tan grave que motivó Carlos IV a organizar una expedición para traer la vacuna descubierta por Edward Jenner en 1796.
Jenner, el papá de la inmunología, había advertido que las ordeñadoras que se infectaban con la viruela de las vacas se volvían inmunes al virus de la viruela que se transmitía entre humanos. Para probarlo, extrajo el pus de una res y se lo inoculó a un niño. ¡Y eureka! Lo mejor era que no había que volver a la vaca para obtener más pus. Este se podía tomar de niños recientemente vacunados.

En ausencia de cadenas de frío, pues cadenas de niños. Brazo a brazo, esa fue la técnica que hizo posible que, en 1804, la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna llegara con al Nuevo Mundo. La urgencia de traer la vacuna al virreinato de Santafé terminó convertida en una gesta que cubrió toda la América Hispana y llegó hasta Filipinas y China. El desafío durante el siglo XIX era preservar fresco el fluido en niños-reservorio. La inestabilidad política y social rompió esa cadena en dos oportunidades y obligó a reimportar el pus en sendas ocasiones, hasta que en 1897 el veterinario Jorge Lleras Parra logró producir el fluido a partir de terneras nativas. Así comenzó la producción de vacunas en Colombia, hecho que hizo posible la erradicación de la viruela en 1979, y sin traer una sola dosis del exterior.

Un portafolio diversificado
Con la creación, en 1917, del Laboratorio Samper-Martínez –hoy Instituto Nacional de Salud (INS)– se diversificó e incrementó la producción de vacunas para uso en humanos. A la antivario- losa le siguió la antirrábica y en 1925 ya se ofrecían otras para la prevención de la fiebre tifoidea y paratifoidea. No solo por ser un país donde la fiebre amarilla es endémica, sino por haber participado en investigaciones sobre la enfermedad, Colombia fue un escenario propicio para evaluar el desempeño de la vacuna antiamarílica desarrollada por la Fundación Rockefeller. De hecho, en 1937, Landázuri (Santander) fue el primer lugar del mundo donde se usó este producto con el propósito específico de  controlar  un  brote. La producción local de esa vacuna comenzó en 1939. Colombia fue el tercer país que la hizo.

Y así sucesivamente, como lo mostraría el informe de actividades del INS de 1979, el Instituto estaba produciendo vacunas contra la fiebre amarilla, el cólera, la rabia, la difteria, el tétanos, la tosferina, la fiebre tifoidea y la tuberculosis. Buena parte  de  esa  producción  era  exportada a una veintena de países de Centroamérica, Suramérica, el Caribe y África.

Una serie de hechos desafortunados acabó con esas capacidades en los primeros años del siglo XX y comienzos del XXI. La crisis económica se tradujo en el deterioro de los laboratorios del INS, que no lograron certificar buenas prácticas de manufactura, y para el caso de la vacuna contra la fiebre amarilla, la Organización Panamericana de la Salud recomendó el traslado de toda la producción regional a plantas en Brasil. La pérdida fue grande, pero la ausencia de amenazas de desabastecimiento en ese mundo globalizado la hacía más llevadera. Nadie sospechaba que al cabo de dos décadas, en el contexto de una pandemia, las naciones productoras ape- larían a estrategias básicas de supervivencia y terminarían cerrando sus mercados. Los tiempos del COVID demostraron que la recuperación de esa capacidad de producción es un imperativo. Un repaso de la historia muestra que es posible. La lección aprendida, aunque dolorosa, no pasará en vano.